miércoles, 21 de abril de 2010

Episteme : Las palabras y las cosas


Michel Foucault nació en Poitiers (Francia) en 1926. Estudió Filosofía y Psicología en la Escuela Normal Superior de París. Enseñó Filosofía en Túnez y en las universidades de Clermont-Ferrand y Vincennes. En 1971 fue nombrado profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento en el prestigioso Collège de France. Murió en 1984.

Si bien él mismo rechazaba la calificación de estructuralista, puede considerárselo como uno de los principales representantes de esta corriente. Jean Piaget definió al pensamiento de Foucault como "un estructuralismo sin estructuras".

Entre sus obras se destacan, Historia de la locura en la época clásica (1961), Nacimiento de la clínica (1963), Las palabras y las cosas; una arqueología de las ciencias humanas (1966), Vigilar y castigar (1975), y su Historia de la sexualidad en tres tomos: Introducción - Volumen I (1976), El uso del placer - Volumen II (1984), y La inquietud de sí -Volumen III (1984).

Foucault llevó el estructuralismo a la historia de la cultura y de las ideas. Al abordar el estudio de las clínicas psiquiátricas centró su atención en el modo poco racional en que los “normales” trataron a los enfermos mentales durante el Siglo de la Razón (desde Descartes hasta la Ilustración). El temor de esta cultura “racional” a lo diferente, a lo opuesto, a lo irracional, se expresó en el tratamiento brindado por ella a los “locos”(recuérdese que en otros tiempos llegó a atribuirse a la locura un origen divino), peor que el dispensado a los animales. Encerrando, clasificando y analizando al "enfermo mental" como a un objeto, la racionalidad moderna se muestra como lo que es, voluntad de dominio. Durante el Renacimiento y a partir del siglo XIX las cosas ocurrieron de modo muy distinto. Ello nos permite entrever que se producen cambios en las estructuras básicas desde las cuales los hombres comprenden y valoran.

El profesor Jorge Luis Acanda, de la Universidad de La Habana, destaca la deuda que la “reflexión provocadora en torno a los ocultos y complejos mecanismos de difusión capilar del poder” de Foucault tiene respecto algunas de las tesis fundamentales del marxismo: un enfoque relacional de la sociedad (la sociedad como un conjunto de relaciones sociales), que permite ver también al poder desde una perspectiva relacional; la utilización en sentido amplio del concepto de “producción” (no sólo en el plano económico sino también en el de las ideas, las prácticas sexuales, las técnicas carcelarias, etc.) para entender los fenómenos sociales como creaciones y no como algo dado o “natural”; la comprensión de que la revolución contra el capitalismo no puede ser un simple cambio de gobierno sino que ha de ser una “profunda y total subversión cultural”.

Foucault analizó con una profundidad única los mecanismos de poder que operan en la sociedad capitalista y su influencia en la conformación de la subjetividad de las personas. Ello le permitió superar las interpretaciones clásicas del poder, que lo reducían a un plano represivo y jurídico, y concluir que el capitalismo se perpetúa gracias al ejercicio de poderes (“micropoderes”) que se hallan presentes por todo el cuerpo social. Al exponer la vinculación existente entre formas de saber, técnicas disciplinarias y relaciones económicas, Foucault mostró con la mayor amplitud la profundidad de lo que Marx denominaba “relaciones de producción”.

Foucault sostiene que es un error hablar del poder como de una “cosa”. “El poder no es una institución ni una estructura, o cierta fuerza con la que están investidas determinadas personas; es el nombre dado a una compleja relación estratégica en una sociedad dada”. “El poder en el sentido substantivo no existe […] La idea de que hay algo situado en —o emanado de— un punto dado, y que ese algo es un «poder», me parece que se basa en un análisis equivocado […] En realidad el poder significa relaciones, una red más o menos organizada, jerarquizada, coordinada.”

El poder es relación de fuerzas y se halla presente en la sociedad desde el primer momento, no es algo añadido con posterioridad. El poder se encuentra en todo fenómeno social, toda relación social es vehículo y expresión del poder; no es patrimonio exclusivo de los aparatos del Estado. Hay una inmensa cantidad de vectores de fuerza, entre los cuales las instituciones estatales son sólo puntos de mayor densidad.

También el conocimiento es un producto social, y se encuentra por tanto condicionado por la posición y los intereses de los sujetos que lo producen. “La «verdad» ha de ser entendida como un sistema ordenado de procedimientos para la producción, regulación, distribución, circulación y operación de juicios. La «verdad» está vinculada en una relación circular con sistemas de poder que la producen y la mantienen.”

El poder se ejerce y se impone no tanto por el ejercicio de la fuerza y del engaño sino por la producción del saber, de la verdad, por la organización de los discursos. “Lo que hace que el poder se sostenga, que sea aceptado, es sencillamente que no pesa sólo como potencia que dice «no», sino que cala de hecho, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; hay que considerarlo como una red productiva que pasa a través de todo el cuerpo social en lugar de como una instancia negativa que tiene por función reprimir”. Más que prohibir, el poder gobierna, presenta al individuo las alternativas válidas para la acción, induce, encauza sus conductas en una dirección. Ha esto lo denominó Foucault “poder pastoral”, en cuanto fuerza que fija las estructuras de producción de la subjetividad humana.

Es evidente que, además de estar en deuda con Marx, la reflexión foucaultiana sobre el poder es deudora de Nietzsche. De él toma su concepción del hombre como "voluntad de poder" y su actitud radicalmente crítica de la sociedad europea. El propio Foucault decía "yo soy simplemente nietzscheano".

Una de las principales críticas que ha recibido su reflexión sobre el poder es que, al reconocerle una capacidad prácticamente absoluto como fuerza homogeneizadora, deja sin explicación la presencia y el surgimiento de la resistencia y la oposición. Al respecto es justo reconocer que Foucault, al remarcar el carácter relacional del poder, señaló la presencia de una tensión constante entre el poder y la oposición, indicando que donde hay poder hay resistencia.

Su antropología se opone expresa y abiertamente a la idea de un ser humano fundante e incondicionado entronada por la modernidad y a los intentos contemporáneos por salvar al individuo, su protagonismo y su autodeterminación. Ello lo enfrentó entre otros con los existencialistas, y en especial con Sartre y su humanismo existencial. Sus reflexiones sobre el poder le permitieron reforzar su postura presentando a éste como fundante y al individuo como su producto histórico.

Su enfrentamiento con la modernidad se muestra también en el rechazo del mito del progreso. La historia no persigue un fin, no tiene sentido. La historia de la cultura es discontínua y se organiza en torno a lo que Foucault llama "epistemes". Cada episteme estructura los más diversos campos del saber de una época. "Cuando hablo de episteme [dice Foucault] entiendo todas las relaciones que han existido en determinada época entre los diversos campos de la ciencia […] Todos estos fenómenos de relaciones entre las ciencias o entre los diversos «discursos» en los distintos sectores científicos son los que constituyen la que llamo episteme de una época." La "arqueología del saber" se ocupa del estudio de las epistemes. Ella capta la sucesión de epistemes en un devenir que no implica ni progreso ni sentido alguno.

En Las palabras y las cosas describe tres epistemes que se han sucedido en la historia occidental. En la primera, que se mantuvo hasta el Renacimiento, "las palabras tenían la misma realidad que aquello que significaban". Así, por ejemplo, en el campo económico, el medio de cambio debía tener él mismo un valor equivalente al de las mercancías (oro, plata, etc.). En la segunda, que rigió durante los siglos XVIII y XIX, el discurso rompió sus vínculos con las cosas. El valor intrínseco de la moneda, siguiendo el ejemplo tomado del campo económico, dejó de ser importante; su valor pasó a ser sólo representativo. A partir del siglo XIX el saber comenzó a buscar la estructura oculta de lo real. En el plano económico, ya no fue el dinero el que medía el valor de un bien sino el trabajo necesario para producirlo. Los individuos piensan, conocen y valoran dentro de los esquemas de la episteme vigente en el tiempo en que les toca vivir. Sus prácticas discursivas pueden parecer libres, pero se hallan fuertemente condicionadas por las estructuras epistémicas.

martes, 2 de junio de 2009

Derrida y su filosofía


Por: Tayron Achury
Como es sabido, Derrida apela a la "escritura" como motivo para deconstruir la "metafísica fonologocéntrica" (aunque esta expresión es una redundancia). Es notoria la condena de la escritura por parte de la gran mayoría de filósofos en la historia. La razón: la escritura queda "abandonada" lejos del emisor, con lo que entonces es susceptible de todas las malversaciones y malinterpretaciones posibles. ¿Qué se está condenando aquí en el fondo? La exterioridad del signo. La escritura es la salida fuera de sí, el signo muerto que puede ser apropiado y malversado por cualquiera que lo encuentre. ¿Cuál es el reverso, es decir, qué se valora entonces? La interioridad, la cercanía, lo propio, la inmediatez (lo no-mediado), etc. La metafísica es eminentemente "metafísica de lo propio" (incluso en Heidegger, que distingue entre existencia, entre tiempo propio e impropio). La escritura representa pues la pérdida-de-sí, la no-presencia a sí, la mediación del signo (el signo escrito es concebido en realidad como signo en segundo grado: signo de signo (del signo fonético); algo que revela a su vez el etnocentrismo occidental: la escritura china no representa signos fonéticos). La escritura genera efectos más allá del PODER del emisor, que ya no puede asistir a su discurso. La escritura es la muerte del discurso viviente. En este sentido, la notación matemática es susceptible de tratamiento mecánico que opera sin que ningún sujeto esté detrás animando esos símbolos. Todo esto, PARECE, es algo que la voz evita. La voz sólo puede emitirse en la inmediatez del diálogo (ahora puede grabarse en un "fonóGRAFO", pero esto ya es escritura). Pero más aún, el FENÓMENO de la voz tiene algo muy peculiar, y es que se "auto-reduce" (hablamos de la famosa reducción fenomenológica). En cuanto se emite desaparece (no hace falta que yo haga epojé y suspenda su empiricidad; se me da ya reducida). La impresión es de instantaneidad pues hablar es, instantáneamente, oírme-hablar. El signo fonético da la sensación de reducir su realidad empírica en el momento mismo de salir al mundo. Y más aún, en el "diálogo silencioso del alma consigo misma" parece incluso que no tengo necesidad de recurrir a ningún signo ya que la presencia a mí mismo es inmediata. Si el signo es la introducción de la no-presencia y de la mediación, entonces allá donde éste no es necesario parece que no he de salir de mi esfera de propiedad: soy presente a mí de modo inmediato; incluso aquello que pienso en su idealidad (sin recurso mundano) no escapa a mí. El logos me es absoluta, transparéntemente presente en la phoné. Pues bien, Derrida viene a demostrar que, como no hay idealidad sin el recurso a la repetición (la idealidad es aquello repetible por cualquier sujeto en cualquier espacio y tiempo) esta repetición introduce siempre ya el signo (cuya "definición" no es sino "aquello que remite y representa a otra cosa no presente"). No existe "una primera vez" sino, de modo retroactivo, cuando soy capaz de repetir (pero, entonces, ya sale de mi esfera de propiedad). El ejemplo de la firma es ilustrativo. ¿Cuándo se crea una firma, cuándo se firma por primera vez? Cojes un papel, y garabateas. Sólo cuando eres capaz de repetir un mismo signo se crea la firma. Pero entonces ¿cuál fué la primera? Sólo una vez que se ha establecido por medio de la repetición puedes mirar atrás a buscar "la primera". Pero, incluso si pudieses identificarla, ello sería porque ya eres capaz de repetirla (no exáctamente de modo empírico, claro, pero sí en su idealidad identificable, por ejemplo, por cualquiera que cobre tus cheques). Ahora bien, una vez que es repetible, es falsificable. Es decir, el momento en el que se crea la posibilidad de lo más propio (acontecimientos de firma), se crea lo más impropio (acontecimientos de falsificación). Por tanto, lo más propio es, al mismo tiempo, lo más impropio. Y la propiedad no puede constituirse sino expropiándose, la presencia es despresencia. Hay otra vuelta de tuerca con respecto al tiempo inmanente de la conciencia (en Husserl) que está muy chula. En general, "La voz y el fenómeno" es un libro excepcional. Absolutamente recomendado. A mí me sacó de una vez por todas de la hermenéutica heideggero-gadameriana y de su conservadurismo cristiano. No es casual que la hermenéutica se presente como un "revitalizar" los textos más allá de sus signos, al modo como la Consagración convierte el pan y el vino en la carne y la sangre de Cristo. Saludos PD.- Por cierto y por si no ha quedado claro: siendo irreductible la necesidad del signo, remitiendo incluso los "significados" a otros "significados" (y a su propia repetición), entonces todo está en posición de significante, con lo cual la "escritura" (signo de signo, significante de significante) abarca todo el campo de lo que se presenta como "real". La voz, incluso la "cosa misma", son "escritura". --------------------------------------… PD2.- En realidad no hay una "supervaloración" de la escritura, ya que la escritura de Derrida no es el signo escrito en sentido corriente (empírico). "Escritura" es el espacio trascendental constituyente del sentido, un espacio en el que incluso el "yo trascendental" husserliano es constituido por el "remitir" (signo pues, escritura) del "presente viviente" (que Husserl querría constituyente) a dos formas de no-presencia: el recuerdo primario (reteción) y la espera primaria (protención). El tiempo es, como diría, Heidegger, auto-afección pura: el "presente viviente" no puede ser lo que es, no puede ser sí-mismo más que afectándose con lo otro que él. La síntesis (¿no es el signo una síntesis de dos cosas heterogéneas: significante y significado?) de presencia y no-presencia es lo que origina la ilusión trascendental de la presencia. Pero dado que éste "origen" no es "presente" (es tan presente como no presente), entonces lo que hay en el origen es "huella", lo cual equivale a decir que no hay origen. ¿A qué viene todo esto? Pues para decir que la hermenéutica sólo aparenta valorar la escritura. En el fondo todos sus esfuerzos van en la dirección de hacerla desaparecer como escoria muerta. El "télos" de la interpretación hermenéutica es que el texto desaparezca como texto para dejar emerger el sentido puro. La hermenéutica persigue a través de toda la polisemia (concepto que se opone a la "diseminación") de significados que el texto EN SU TOTALIDAD aparezca en una parousía del sentido. Nada se habrá perdido entonces: el sentido salió de sí para consignarse en una exterioridad que finalmente queda "superada", "relevada" (augheben) y recogida de nuevo en una interioridad de sentido. Hegel ha ganado y el espíritu ha vuelto a sí mismo impoluto. Gadamer habla de "autopresentación de la palabra" y de conducir el texto al "oído interior" (si esto no es "fonocentrismo"...). El "oído interior" es en Gadamer el "criterio último" de una correcta interpretación hermenéutica: el texto "habla". También en Heidegger, lo que TOTALIZA al Dasein es una "voz", la llamada a la resolución (El ser y el Tiempo (SZ), pag. 60). Es decir, quien aplica la categoría de "voz" es la hermenéutica (y en realidad toda la metafísica). Derrida LA CRITICA como causante de la ilusión trascendental de la inmediatez de la conciencia a sí. Por otro lado, no se puede dejar de lado un aspecto religioso "tácito". Tanto Gadamer como Ricoeur fueron cristianos reconocidos además de que Heidegger comenzó su "hermenéutica de la existencia" interpretando las cartas de San Pablo. A este respecto hay que decir que Derrida era judío, no practicante (yo creo que tampoco creyente), pero sí de "cultura". Tampoco es que la intuición queda desterrada, sino que es reinscrita. La intuición tiene su lugar, pero ya no puede arrogarse ninguna posición dominante como criterio último. Derrida dice que es mediante una descripción más exigente como se puede poner en cuestión esta o aquella tesis de la fenomenología. El reto de la deconstrucción es que absteniéndose de toda seguridad, no renuncia al pensamiento. Que no haya sentido PLENO no quiere decir que no haya sentido en absoluto, sino que las condiciones de posibilidad de "producción" del sentido son al mismo tiempo sus condiciones de imposibilidad.